Alfredo me traspasó su nombre, que va encaramado en el DNI detrás del Daniel con que se me conoce. Alfredo no se contentó con bautizar con este nombre a su primer hijo varón, de un matrimonio juvenil que terminó en derrumbe y huida (de Alfredo): también logró inscribirlo como segundo nombre de su último hijo, el que nació mucho después en otra familia que Alfredo formó, y que sin saber de sus hermanxs mayores creció como hijo único, y que vengo a ser yo.
Alfredo fue varias cosas, en cuanto a su ficha de empleo: administrativo de un ingenio, de una compañía de seguros, de un estudio contable, de una zapatería y finalmente, durante años, del Casino de Tucumán, donde se consolidó, progresó y se jubiló. Pero Alfredo fue muchas cosas más en cuanto a otras fichas muy personales: hijo culposo de madre soltera que no pudo o no quiso criarlo y que lo dejó al cuidado de algún tío; padre abandónico de su hija y su hijo del primer matrimonio; inquilino consuetudinario a partir de su separación; socio activo del Club Atlético Tucumán y partícipe entusiasta de la Liga Tucumana de Fútbol; tanguero apasionado con berretín de bailarín; coleccionista de libros que compraba más de lo que leía; incansable espectador de cine; "fana" -como se decía entonces- de Gene Kelly y Fred Astaire-; fumador empedernido de cigarrillos rubios; "picaflor" consentido y celebrado por mandato de época; admirador de José Ingenieros, de Héctor Mauré y de Atahualpa Yupanqui; enamorado a los cuarentaytantos de su también cuarentona novia, devenida esposa con papeleta de Uruguay y, al fin, padre amoroso aunque parco de su vástago de la madurez, que vengo a ser yo.
Alfredo nació hace exactamente un siglo, el 22 de junio de 1921 en Tucumán, donde vivió más de 81 años hasta enero de 2003, cuando se apagó en un hospital público con el cerebro tomado por un ACV. Alfredo me legó algunas obsesiones, algunas ansiedades y algún conservadurismo; también la piel blanca, el cabello enrulado, la calvicie temprana y la barba áspera. La herencia sin testamento incluyó además sus añejos libros*, una fascinación por el pensamiento filosófico, el gusto por ver fútbol bien jugado; la pasión visceral por el repertorio tanguero; un bombito legüero que me regaló de niño y me duró hasta casi los 30 años y una insobornable delgadez que me acompaña hasta hoy. Y unos pocos pesos que, sin embargo, fueron decisivos para comprar el departamento propio de su hijo menor (ya no único), nacido inquilino, y que vengo a ser yo.
Alfredo iba a ser nombre y asunto de una obra de teatro donde yo asumía el rol de mi padre, un proyecto que empecé a pergeñar hace unos años y que finalmente no se concretó. Hoy, que sería su cumple centenario, escribo estos apuntes biográficos no tanto como quien salda deudas (faltaría más, literalmente hablando) sino como un modo de seguir jugando a hacer arte en su nombre, con su nombre. Hablando de literalidad, la tentación de un titulo de Saura es tan fuerte como fuera de contexto, pero tiene para mí la sempiterna fascinación de la intertextualidad (de paso, tal vez, me asegura la atención de lectores del palo cinéfilo y de otros literópatas). Lo cierto es que un tal Alfredo José Aráoz, a quien muy pocos recordamos, hizo por estos lados cosas terribles y cosas maravillosas, entre otras muchas que desconozco por completo, a partir del 22 de junio de 1921. Y hoy, exactamente hoy, sigue haciendo cosas en mí, que ya puedo decir que soy el hijo de un siglo. ¡A nuestra salud, viejo!
Daniel Alfredo Aráoz Tapia, 22/06/2021
* Ver en este blog la entrada: Autobiograffiti, con el soneto homónimo.
Fotografía: Mar del Plata, circa 1990
2 comentarios:
Hola tío.
Qué manera tan especial de conocer la historia de Don Alfredo, tan especial como el Alfredo, suegro, que conocí y de quien siempre disfruté su compañía y relatos. Sin dudad existe el gen de escritores y artistas en los Aráoz que nos hacen disfrutarlos. Un abrazo, Dani. El placer de leerte.
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