Casi todo se lo debo. Nos iniciamos juntos, en muchos aspectos: cuando recién empezábamos a garabatear papeles con intención de ser escritores. Él con sus notas periodísticas para “Aquí y Ahora” (tan singulares, por cierto) y yo con mis poemas. Por supuesto firmábamos con seudónimo –él se llamaba Eduardo Ron–; era la época de la clandestinidad. Nuestros hijos Gonzalo y Pablo nacieron el mismo año, y compartimos el entusiasmo de la canción de Viglietti: “Gurisito mío”. Por supuesto, juntos militamos en el área cultura de la Federación Juvenil Comunista (la Fede). Después vinieron las brigadas de café a Nicaragua; él fue, yo no, yo ya estaba enojado, me estaba yendo del partido. Él siguió, pero antes que el partido estaba su ética personal, y eso hizo que nunca nos separáramos. Y el arte, por supuesto, el arte como militancia. Creo que él confiaba más en mí que yo mismo. Me incitaba, me buscaba. Eduardo presentó todos mis libros (9 hasta ahora), pero nunca voy a olvidarme del primero, que no era un libro, era una cartilla fotocopiada. “Un poeta ha nacido en el norte…” dijo (aún sigo pensando que exageraba). Estaba más entusiasmado que yo, quizá porque él todavía no había publicado. Pero pronto llegó su turno. Me convocó, ya no a tomar un café (o mejor un té, como a él le gustaba), sino a una conversación de trabajo en el altillo de su casa, en su bohardilla. El asunto parecía serio. Y lo fue. Había que corregir y publicar “Historia social de Tucumán y del azúcar”.
Ahí conocí a “la máquina rosenzvaig”. Estuvimos más de un año juntos, casi 18 horas diarias, a veces incluidos los domingos. Yo no salía de la bohardilla corrigiendo el mamotreto (escribía igual que Marx, con un gran margen blanco a la izquierda para las anotaciones); él hacía varias cosas: un rato escribía, un rato leía, estudiaba, o preparaba las clases, y otro rato atendía la bicicletería (¡sí, vendía “tripillas”, cadenas, cuadros, rayos y hasta parchaba a veces!), pero debajo del mostrador de atención al público tenía un cuaderno, una lapicera, un libro de Foucault y el mate, por supuesto. Todo quedaba con los bordes engrasados, sobre todo porque no veía un carajo, tenía un problema en la córnea. De ahí en más la topadora rosenzvaig no paró más (¡publicó 40 libros!). Yo estaba alucinado porque nunca había conocido a alguien tan consecuente, tan noble, tan obsesivamente productivo, pero sobre todo tan simple, tan niño. Y, quizá lo más importante, tan desprendido, tan solidario. Yo no se lo podía decir, pero me preguntaba “¿cómo se hace para ser tan buena gente?, ¿cómo se hace para no tener malos pensamientos, para ver siempre el vaso medio lleno?, ¿cómo se hace para no cagarse de odio y no putear en Tucumán?”. Sí, lo tengo que decir, Eduardo era un “puro”, un “mahatma” (sí, no hagan esas caras, no hay otra forma de decirlo). No era ingenuo, ¡por favor!, era consecuente. Y contundente en la lucha sin denuedo contra el fascismo, con una de las mejores armas: la producción intelectual. Por ahí hay compañeros que dicen “era comunista”; perdón, con todo respeto, decir sólo eso es, al menos, un reduccionismo. Era un hombre de una ética impecable, ni bueno ni malo, justo. El “proyecto rosenzvaig” es un paradigma, sí. Y tenía, por supuesto, muchísimos admiradores (sus amigos, sus lectores, pero sobre todo los alumnos que llenaban el aula de su cátedra optativa de Historia del Arte) y también –como corresponde– algunos detractores, sobre todo por reflejo de clara impotencia.
Una sola vez me mintió, y mal. Yo había estado trabajando en el diario “La Gaceta”, con un sueldo más que interesante, por supuesto, ya hacía más de un año. Esa tarde yo caminaba por la calle Buenos Aires, destruido, hacia su casa. Me habían echado del diario (tuve la insolencia de participar en el sindicato) y encima me habían asaltado en mi casa, me habían robado hasta los calzoncillos. Eduardo me esperaba en la puerta de la bicicletería. Me dio un fuerte abrazo y me dijo: “Vení, tengo ahí una ropa que ya no uso… ¡Qué va a hacer!... Por lo del diario –me dio otro abrazo–, te felicito, es lo mejor que te pudo haber pasado…”. A los cinco días me llamó por teléfono:
–Necesito un favor tuyo urgente. No me podés decir que no.
–Sí, hermano, lo que quieras –le dije.
–Gané una beca, tengo que hacer un trabajo de investigación en el Archivo Histórico, pero no me dan los tiempos, si no me ayudás me van a joder…
–Contá conmigo, por supuesto –le dije.
–Pero vas a cobrar, mirá que es buena plata…
–Perfecto –le dije–, si no, no importa…
–¡No, tenés que cobrar, hacerme factura y un informe, si no, no me bajan la plata!…
Estuve trabajando casi un año en el Archivo, cumpliendo horario y haciéndole los informes, como a él le gustaba. El trabajo estaba bueno, pero yo decidí irme a vivir a Buenos Aires. Me dijo que no había problemas, que él lo terminaría porque ya estaba mejor con los tiempos, que me agradecía mucho y que nunca olvidaría el favor que le había hecho. Por supuesto, siempre volví a Tucumán, desde Buenos Aires o desde Jujuy, y siempre volvimos a encontrarnos, siempre estuvimos armando proyectos: de charlas, de presentaciones, de artículos, con la revista “El Duende”, con Apyme, con el Plan de Lectura, y últimamente con la gran ayuda que me dio para que la madre de mi hijo recuperase el trabajo que había perdido cuando la secuestraron en los ´70. Bueno, después de muchos años me enteré de que nunca había existido tal beca, ni que nadie había bajado fondos. Él me había estado pagando de su bolsillo, mintiéndome, y nunca me dijo nada. Ése era Eduardo.
Este año, la última vez que estuvimos juntos fue hace unos meses, en su bohardilla (¡con más de 15.000 libros!); me mostró la cicatriz de la operación y me contó todo rápidamente, para pasar a lo que realmente nos importaba: los proyectos. Justamente “Proyecto Minka” se llamará la revista (que aún no salió), y el Partido Solidario: “Dale –me dijo–, vos en Jujuy, yo en Tucumán; hay que hacerlo…”.
Puedo decir, sin temor a excesos, que Eduardo Rosenzvaig fue un medio, un significante protagónico en la lucha por la transformación de una sociedad, la tucumana, una especie de sobrehueso simbólico (con el prisma del arte en la mano, con la belleza) obturador de ese cuerpo social tan abstruso como fatuo. Imposible, ahora, ingresar en el conocimiento del fenómeno tucumano sin pasar por el filtro Rosenzvaig, le guste a quien le guste y le pese a quien le pese.
Por mi parte, cuando mis hijos y mis nietos me pregunten por qué me falta un brazo, podré decirle que ese fue el precio de haber conocido a un hombre con mayúsculas, a un “gran-alma” llamado Eduardo Rosenzvaig. Si me pidiesen que lo pinte, haría una rayita simple, una sonrisa.
Jujuy, octubre de 2011
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