Hay días que me despierto palestina. En esos días me cubro el cuerpo con una túnica cuyo ruedo besa mis pies y los cubre, protejo mi cabeza y mis hombros con el velo islámico y así salgo, muy palestina, a las calles de mi mundo. Amanezco palestina acá en Buenos Aires cuando allá, en el medio oriente ancestral los hermanos se lastiman, se destruyen.
Es la magia del dolor la que me transforma. Es la magia y es la memoria que guardan mis genes semitas. Los pies se esconden bajo la túnica, el rostro se oculta tras el velo, la vergüenza se inventa un sistema linfático para recorrerme.
Hay días que me despierto palestina. Soy una madre palestina que abraza a su hijo quebrado en sus brazos. Y soy el agua que no llega a la casa de esa mujer para humedecer las bocas resecas de la familia palestina dónde esa mujer es madre, y es esposa, y es todo. Y soy la medicina que no puede cruzar la frontera, y soy el plato de comida que nadie sirve porque la olla se quedó huérfana de cucharones y de bocas tras el bombardeo que nos mató a todos. Soy esa mujer palestina muerta, y soy su hijo llorando a su lado, mirando al universo que no lo ve, que no le responde.
Hay días como hoy que se repiten desde que mi memoria es memoria, desde que las fotos de los campos de concentración dónde murieron millones de niños, millones de ellos judíos, se superponen con las imágenes de los niños palestinos sometidos a la brutalidad de una guerra que no quisieron, ni buscaron. Nada me hermana con las milicias israelíes que asesinan niños palestinos. Será por eso que desde mi judeidad hay días que amanezco palestina.
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